martes, 17 de marzo de 2009

Los hombres son imbéciles e ignorantes (un fragmento de "El miedo", por Gabriel Chevallier, sobre el inicio de la I guerra mundial

Los hombres son imbéciles e ignorantes. De ahí les viene su miseria. En lugar de reflexionar, se creen lo que les cuentan, lo que les enseñan. Eligen jefes y amos sin juzgarlos, con un gusto funesto por la esclavitud. Los hombres son unos mansos corderos. Es lo que hace posible los ejércitos y las guerras. Mueren víctimas de su estúpida docilidad.

Cuando se ha visto la guerra como yo la acabo de ver, uno se pregunta: "¿Cómo se puede aceptar una cosa así? ¿Qué tratado de fronteras, qué honor nacional puede legitimar semejante cosa? ¿Cómo se puede maquillar de ideal lo que es simple bandidaje, y obligar a admitirlo?".

Se dijo a los alemanes: "¡Adelante con la guerra lozana y alegre! ¡Nach París y Dios sea con nosotros, por una Alemania más grande!". Y los buenos alemanes pacíficos, que se lo toman todo en serio, se movilizaron para la conquista, se convirtieron en bestias feroces.

Se dijo a los franceses: "Nos atacan. Es la guerra del derecho y de la revancha. ¡A Berlín!". Y los franceses pacifistas, los franceses que no se toman nada en serio, interrumpieron sus ensoñaciones de pequeños rentistas para ir a batirse.

Y lo mismo ocurrió con los austriacos, los belgas, los ingleses, los rusos, los turcos y a continuación los italianos. En una semana, veinte millones de hombres civilizados, ocupados en vivir, en amar, en ganar dinero, en labrarse un futuro, han recibido la consigna de interrumpirlo todo para ir a matar a otros hombres. Y esos veinte millones de individuos han aceptado esta consigna porque se los había convencido de que tal era su deber.

Veinte millones, todos de buena fe, todos de acuerdo con Dios y con su príncipe... Veinte millones de imbéciles... ¡Como yo!

O mejor dicho, no, yo no creí en ese deber. Ya a los diecinueve años no pensaba que hubiera la menor grandeza en hundirle un arma en la tripa a un hombre, en alegrarme de su muerte.
Pero fui igualmente.


¿Porque hubiese sido difícil actuar de otro modo? No es ésta la verdadera razón, y no debo presentarme mejor de lo que soy. Fui en contra de mis convicciones, aunque de buen grado; no para batirme, sino por curiosidad: para ver.

Por mi conducta, me explico la de muchos otros, sobre todo en Francia.

La guerra lo trastornó todo en unas pocas horas, extendió por doquier esa apariencia de desorden grata a los franceses. Parten sin odio, pero atraídos por una aventura de la que cabe esperar cualquier cosa. Hace muy buen tiempo. La verdad, esta guerra cae muy oportunamente a comienzos del mes de agosto. Los modestos empleados son sus más encarnizados defensores: en vez de quince días de vacaciones van a tener varios meses, a costa de Alemania, para visitar el país.

(...) En Berlín, los que han provocado esto aparecían en los balcones de los palacios, en uniforme de gala, en la pose en que conviene que sean inmortalizados los conquistadores famosos.

Los que lanzan sobre nosotros a dos millones de fanáticos, armados de cañones de tiro rápido, de ametralladoras, de fusiles de repetición, de granadas, de aviones, de química y de electricidad, resplandecen de orgullo. Los que han dado la señal de la masacre sonríen ante su gloria próxima.

(...) En París, los que no han sabido evitar eso, y a los que sorprende y sobrepasa, y que comprenden que los discursos ya no bastan, se agitan, se consultan, aconsejan, preparan a toda prisa comunicados tranquilizadores, y lanzan a la policía contra el fantasma de la revolución. La policía, siempre en activo, se lía a puñetazos con sus semejantes que no son lo bastante entusiastas.

En Bruselas, en Londres, en Roma, los que se sienten amenazados hacen la suma de todas las fuerzas presentes, un cálculo de probabilidades, y eligen un bando.

Y millones de hombres, por haber creído lo que enseñan los emperadores, los legisladores y los obispos en sus códigos, manuales y catecismos, los historiadores en sus historias, los ministros en la tribuna, los profesores en los colegios y la gente de bien en sus salones, millones de hombres forman rebaños sin cuento que unos pastores con galones conducen al matadero, al son de la música.

En unos pocos días, la civilización es aniquilada. En unos pocos días, los jefes han fracasado. Pues su papel, el único importante, era justamente evitar eso.

Si no sabíamos adónde íbamos, ellos, al menos, hubieran tenido que saber adónde conducían a sus naciones. Un hombre tiene derecho a comportarse como un idiota en su propia manera de actuar, pero no respecto a la de los demás.

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