viernes, 16 de octubre de 2009

Despertar (por Pedro Salinas)

Sabemos, sí, que hay luz. Esta aguardando
detrás de esa ventana
con sus trágicas garras diamantinas,
ansiosa de clavarnos, de hundirnos
evidencias en la carne, en los ojos, más allá.
La resistimos, obstinadamente,
en la prolongación, cuarto cerrado,
de la felicidad oscura,
caliente aún en los cuerpos de la noche.
Los besos son de noche todavía
y nuestros labios cavan en la aurora,
aún, un espacio: el gran besar nocturno.
Sabemos, sí, que hay mundo.
Testigos vagos de él, romper de olas,
los ruidos, píos de aves, gritos rotos,
arañan escalándolo, lloviéndolo,
el gran silencio que nos reservamos,
isla habitada sólo por dos voces.
Del naufragio tristísimo, en el alba,
de aquel callar en donde se abolía
lo que no era nosotros en nosotros,
quedamos solos,
prendidos a los restos del silencio,
tú y yo, los escapados por milagro.
"¡Tardar!", grito del alma.
"¡Tardar, tardar!", nos grita el ser entero.
Nuestro anhelo es tardar.
Rechazando la luz, el ruido, el mundo,
semidespiertos, aquí, en la porfiada penumbra
defendemos, inmóviles, trágicamente quietos,
imitando quietudes de alta noche,
nuestro derecho a no nacer aún.
Los dos tendidos, boca arriba,
el techo oscuro es nuestro cielo claro,
mientras no nos lo niegue ella: la luz.
El cuerpo, apenas visto, junto al cuerpo,
detrás del sueño, del amor, desnudos
fingen haber sido así siempre,
vírgenes de las telas y del suelo,
creen que no pisaron mundo.
Aquí en nuestra batalla silenciosa
-¡no, no abrir todavía, no, no abrir!-
contra la claridad, está latiendo
el ansia de soñar que no nacimos,
el afán de tardarnos en vivir.
Nuestros cuerpos ignoran sus pasados;
horizontales, en el lecho, flotan
sobre virginidades y candor:
juego pueril en su abrazar.
Estamos
-mientras la luz, el ruido
no nos corrompan con su gran pecado-
tan inocentemente perezosos,
aquí en la orilla del nacer.
Y lo que ha sido ya, los años,
las memorias llamadas nuestra vida,
alzan vuelos ingrávidos, se van,
parecen sombras, dudas de existencia.
Cuando por fin nazcamos
abierta la ventana -¿quién, tú o yo?-
contemplaremos asombradamente
a lo que está detrás,
incrédulos de haber llamado nuestra vida a aquello,
nuestro dolor o amor. No.
La vida es la sorpresa en que nos suelta
como en un mar inmenso,
desnudos, inocentes,
esta noche, gran madre de nosotros:
vamos hacia el nacer.
Nuestro existir de antes
presagio era. ¿No le ves al borde
de su cumplirse, tembloroso, retrasando
desesperadamente, a abrazos,
la fatal caída en él?
Y al despedirnos -¡ya la luz, la luz!-
de lo gozado y lo sufrido atrás,
se nos revela transparentemente
que el vivir hasta ahora ha sido sólo
trémulo presentirse jubiloso
-antes aun de las almas y su séquito-,
pura promesa prenatal.

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